jueves, 20 de septiembre de 2012

El arte de los vivos y el arte de los muertos

Yayoi Kusama, Self Obliteration by dots.
Cada vez que intento encontrar una respuesta a un problema artístico y no la encuentro, me acuerdo del remedio mágico de Duchamp. Si no hay solución, lo más probable es que no exista problema. No tengo ningún inconveniente en reconocer que hasta hace unos cuantos años mi solución, terriblemente ingenua, y no por ello inadecuada, ante una obra de arte que no comprendía, era la de echarle imaginación. Luego vinieron los años de universidad y el aprende a mirar, y con tanta educación y mucho más remilgo, me planteé ser científica y analizar el arte con dedos asépticos. Diseccionaba, evisceraba, retiraba un par de tendones para ver con más claridad, reconocía las partes, recomponía el cadáver. Que a nadie le suene macabro, pero entre tanta formalidad y escrúpulo a veces mi cabeza se quedaba en blanco y soñaba con hurgar un poco más a fondo, o más afuera, pellizcar la piel sin guantes de látex. Me preguntaba si un cadáver -en este caso la obra de arte- no debería sangrar.

Querer analizar el arte es como ir al forense en vez de al médico.

Si el hecho artístico es algo vivo también debe serlo su percepción. Uno no escribe, ni habla, ni baila, ni nada de nada sin una intención básica. Para algunos es necesidad de comunicación. Para otros afán reivindicativo. Manifestación política. Expresión emocional. Descarga patológica, instinto criminal, evasión psiquiátrica.

Decía que yo antes de aprender le echaba imaginación a las cosas. Veía la obra. Entendía la parte de la obra que llegaba a mí, y dejaba al margen todo lo demás. Sentir algo con semejante falta de escrúpulos o prejuicios se acerca bastante a mi idea de libertad. No hace falta ser un niño para percibir, para hacer propia una obra de arte. Hace falta saber, pero en su justa medida. Un exceso de saber es perjudicial para la salud, y por lo tanto es perjudicial para aproximarse al arte. Entiendes más. Ves más. Ves tanto que ves más de lo que hay, y entiendes todo lo que hay alrededor de ese algo artístico, y acabas por no ver nada más que un batiburrillo intelectual y por no disfrutar el arte.

No sé por qué me gusta lo que me gusta, ni por qué me desagrada tanto que me gusten cosas que no entiendo, ni sé por qué entiendo cosas que no me gustan, ni por qué habrá cosas que cuanto más entienda menos disfrute. Con el arte todo es un poco raro, solo por el hecho de que el arte es arte. Cuanto más aprendo, más entiendo; cuanto más entiendo, más disfruto; y cuanto más aprendo, entiendo y disfruto, más consciente soy de que me estoy volviendo loca y me dejo llevar por la bohemia y la sensibilidad, y dejo atrás todo instrumento científico para decir que de tanto disfrutar y entender, ya no entiendo nada.

Me gusta entender del mismo modo que me gusta lo raro, y me gusta el arte porque últimamente se deja imaginar solo. Me gusta el arte al que puedo pellizcar y chinchar, el que de vez en cuando sangra, el que puedo ver sin prejuicios. A día de hoy digo que cuanto más vivo está el arte más me muero por quedarme perpleja y patidifusa.

En el arte son válidos los flechazos.

Aunque luego alguien te diga lo contrario.