miércoles, 7 de marzo de 2012

irrealidad abyecta: triste ballet de ciudad

Triste ballet de ciudad que empieza cuando el peligro ya ha pasado, cuando un algo muy, muy oscuro pierde su halo de trágica realidad y se hace necesario rellenar su vacío con más cruda realidad. Soy de la opinión de que una situación extremadamente dolorosa es narcótica, irreal. No hay en la impasibilidad que produce un horror real un metodismo frívolo, sólo una respuesta. Y cuando el monstruo despierta, ahíto de droga, se le pone un no sé qué en la garganta, una mezcla de culpa y de autocompasión, y se entrega por completo al rescate de lo sórdido, consciente de que su propio cuerpo supura veneno con el que ya no puede chutarse. 

En realidad, triste ballet de ciudad es eterno. Es el opio que hace moverse al mundo sin que nadie se dé cuenta, pero nuestra sensibilidad despierta después de haber pasado por una situación comprometida y nos recreamos en lo sucia que es la vida, lo sucia que fue mi vida, lo sucia que podría haber sido mi vida. No podemos desprendernos del halo irreverente de querer filosofar sobre nuestra propia obscenidad sin pensar que no hay nada que pensar, que lo sórdido es a la vez crítica social y exaltación de lo real. Que somos unos sucios hijos de puta. 

El Almuerzo Desnudo, largometraje de David Cronenberg, 1991
En el petit comité de este reducto de marginalidad, disculpen el lenguaje, pero quiero ponerme a la altura de mi propia sordidez. Seguramente se estén preguntando: a) si finalmente me ha honrado la mosca de la locura infestándome con sus huevos, pero he de decirles que, aparte de impertinente, la pregunta no tiene respuesta satisfactoria. b) Qué coño es el triste ballet de ciudad, a lo cual es necesario que responda aclarando que, ante todo, triste ballet de ciudad es movimiento acompasado y elástico, fibroso, como el de un órgano vivo. Es el dinamismo encadenado de lo subcutáneo dentro de la urbe, no tanto de los suburbios como de lo que se esconde dentro de las urbes debajo de la piel de sus impíos ciudadanos. Lo sórdido, lo feroz, lo abyectamente realista, lo nostálgico, lo enfermizo. Discúlpenme, es que llevo una semana extraña que me ha predestinado a sumergirme en alcoholismos ajenos, drogadicciones y enfermedades mentales que rozan el surrealismo

Durante algún tiempo, me he estado enfrentando a la prosa purulenta de William Burroughs, a pequeñas dosis acompañadas de uno o dos paracetamoles, con des-teína corriéndome por las venas y un insomnio que no es insomnio, pero que no me deja descansar y me hace estar demasiado alerta, como una comadreja que ha salido del Bronx con los bolsillos repletos y que se huele el dulzor de urea de la trena.

 "...Pero el vicio del Comprador sigue creciendo. Necesita recargarse cada media hora. A veces hace la ronda de las comisarías y soborna a los guardias para que le dejen entrar en una celda de yonquis. Hasta que llega el momento en que no se pone bien por muchos contactos que haga. [...] El Comprador siembra el terror en el ambiente. Yonquis y policías desaparecen. Como si fuera un vampiro, suelta un efluvio narcótico, un vaho verde y húmedo que anestesia a sus víctimas y las deja indefensas ante su presencia envolvente. [...] Finalmente es sorprendido en el momento de engullirse al Delegado de Estupefacientes, y lo destruyen con un lanzallamas ...".

                                      William S. Burroughs, El almuerzo desnudo, 1959

No es la primera vez que pienso que el realismo más descarnado está cargado de una carga irónica y autocomplaciente que destruye cualquier poso crítico. Es más, cuanto más leo, más [in]consciente soy de que bajo la capa extraordinariamente lúcida del realismo, especialmente del más sórdido, hay un complejo metafórico que anula mi percepción de la realidad y la convierte en algo espectacular, trasnochado, tan obsoleto y obsceno que, rozando la vulgaridad, se convierte en irreal. La prosa mordaz se autodestruye de la misma manera que se autodestruye el realismo crítico.


La noche de antesdeanoche me sorprendía en el sillón viendo Donnie Darko, un largometraje un tanto  excéntrico de Richard Kelly que vio la luz en 2001. Me acoplaba de nuevo como un insecto al tema abyecto, a la sordidez humana, esta vez en el dulce combinado enfermedad mental + psicofármacos = desencadenamiento de una realidad plenamente irreal. Para los neófitos, Donnie Darko narra la historia de un adolescente conflictivo cuya vida cambia por completo tras ser salvado de la muerte por la presencia de un macabro conejo parlante, aparentemente fruto de su nueva medicación. 

He de añadir que la visión de la realidad en según qué temas se presta a una doble interpretación: la aparentemente sórdida, que es la que se ve desde fuera, porque no se vive, que es la que pretende aportar el realismo; y la alegre decadente, que es la que se sufre/goza desde dentro, la que se presta a la evasión o, mejor dicho, a fantasear con la realidad hasta adaptarla a la sensación deseada. No es lo mismo enfrentarse al mundo de la droga como lo hace Réquiem por un sueño que como explica cruel e irónicamente un ex-drogadicto como William Burroughs; ni es lo mismo ver a las/los prostitutas/os y sus chulos desde el tercer piso de un barrio de N.Y. que ser cliente anónimo, ni es lo mismo apalancarse en la barra para disfrutar un trago que ver cómo un borracho derrama su carne por los costados de su taburete, cómo se le ondula la boca, cómo exuda etanol y se le hinchan las venas, y se ahoga en el culo de su vaso pensando en algo que a todos los que están fuera de sus ojos de pez de vidrio se les escapa. 

Estaba viendo la exposición America the Beautiful, del fotógrafo Jerry Berndt, y leía a Burroughs en imágenes y me preguntaba por qué ese realismo tan real que era irreal no me parecía subversivo: alcohólicos incomunicados apoltronados en sus tronos de gloria, prostitutas y mucho humo de tabaco, tan negro, tan enfermo, tatuando cada centímetro de la superficie. Y me preguntaba si la ausencia de metáfora me decía algo, pero yo sólo echaba de menos la presencia de seres viscosos sentados en esos antros, una pizca de algo que me encendiese la vista para comprender la imagen desde dentro y despojarla de ese "contigo pero sin haber catado el mismo vaso"

Solo buscaba hacer de ese triste ballet de ciudad una visión irrealmente abyecta para comprender su hipotética realidad.

2 comentarios:

  1. Llegué a ver la película "El almuerzo desnudo" de una manera casual: momento zapping a altas horas de la noche, mientras la basura abyecta y real circulaba por la mayoría de los canales televisivos. Confieso que, tras el desconcierto del principio, tanta rareza de lógica intrínseca me atrapó. Aquella máquina de escribir que mutaba contínuamente, aquel hombre que se sentia... que intentaba salvar... aquel afán de supervivencia de la camaleónica máquina de escribir...Sin saber cómo, empecé a empatizar y no sé quién de ambos, o ambos, hombre o herramienta para escribir, o sus extrañas circunstancias me atraparon más, pero todo comenzó a parecerme lógico. Como en un engranaje, todo se acoplaba y mi mente lo asimilaba; incluso el sorprendente final. No sé como ocurrió y aún me lo pregunto. Aquella irrealidad se hizo lógica y real. Tal vez, sin darme cuenta, fuese yo quien se despojase de su abyecta e hipotética realidad y, en esa desnudez, lo irreal se tornara lúcidamente real.

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  2. No sé, cuando te leo tengo la impresión de que los demás duermen. Es como si solo tú estuvieras despierta. Bueno, sé que hay más insomnes, pero no los conozco. Decir que duermen es como decir que no pueden ver. Tal vez no quieran. Y entonces no pueden. Es más cómodo dormitar.
    Curiosamente, pienso bastante en mi propia obscenidad, y, por supuesto, aumenta con cada reflexión. Respecto a ese «Que somos unos sucios hijos de puta»: sin duda. Bien, hay aquí mucha substancia, una larga charla que algún día tendrá su hueco en mi octava novela.

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